Cuando Dios creó al hombre y le ordenó que fuera fructífero en servicio, que multiplicara Sus gracias y que asumiera el dominio sobre la Tierra, le dio ayudantes para que Lo asistieran en la importante tarea de expandir Su reino. Ángeles ministradores y servidores elementales de la tierra, el aire, el fuego y el agua formaron la corte cósmica que acompañó al hombre cuando descendió a la Tierra, “arrastrando nubes de gloria” y prometiendo: “He aquí que yo vine a hacer Tu voluntad, ¡oh, Dios!”
Durante tres eras de oro el hombre habló libremente con su Dios y estuvo íntimamente asociado a los ángeles y a los elementales; la comunión con toda vida era irrestricta y la cooperación entre ángeles, elementales y hombres era impecable.
Al hombre se le asignó la tarea de supervisar la creación y de trabajar con Dios para planificar, diseñar, inventar y dirigir. A los elementales, los constructores de la forma, se les asignó la importante tarea de llevar a la manifestación las intenciones de Dios y el hombre. Y a los ángeles se les dio la santa ordenación de atender a las necesidades tanto de los hombres como de los elementales.
Antes de que el hombre saliera del centro del Ser de Dios, Le pidió: “Padre, ¿podrías concederme la libertad de elegir la forma, el plan y la acción de mi vida?” Dentro de Su gran corazón amoroso el Padre sabía el pesar que podría caer sobre una creación que fuera libre de ir en contra de Su voluntad, pero también vio la gran oportunidad de expansión y de júbilo que llegaría a los que eligieran seguir Sus planes.
Y así, desde Su infinita sabiduría emitió el fíat: “El hombre tendrá el don del libre albedrío; y quienquiera que demuestre en pensamiento, palabra y acción que puede elegir con sabiduría y prudencia en todas las cosas, a él le daré gloria y honor y poder y dominio. Se sentará a mi diestra y presidirá los reinos del mundo, sobre los elementales y sobre las huestes angelicales.”
Éste fue uno de los grandes momentos en la historia cósmica: al hombre se le había dado libre albedrío y con él la oportunidad de llegar a ser cocredor con Dios. “Hecho un poco más bajo que los ángeles”, sería “coronado con gloria y honor” si usaba este precioso don para glorificar a Dios, para bendecir a sus congéneres y para dominar su entorno y a sí mismo.
Fueron los siete poderosos Elohim, los directores de la vida elemental y los maestros de la precipitación, los que respondieroa a los siete grandes mandatos de Dios que culminaron en la creación del hombre. Entonces los jerarcas de los cuatro elementos, cuatro pilares en el templo del Ser que sirven bajo los Elohim, se comprometieron sostener el equilibrio de la vida en la Tierra, en la Naturaleza y en el hombre. Las salamandras, los nomos, los silfos y las ondinas, imitadores del gran designio, todos prestaron servicio para mantener orden en la casa del hombre y sostener su noble forma. Labriegos en la viña del Padre, segadores de sus siembras, los seres de los elementos ocupan una posición extremadamente importante en la trinidad de Dios en manifestación cuando atienden cada ademán y cada llamado de Dios y el hombre.
Ni a las huestes angélicas ni a los elementales constructores de la forma se les dio la libertad de expresarse, de moverse ni de crear por sí solos. Permanecieron anclados a la voluntad del Padre; Su más mínimo deseo era una orden para ellos: los querubines y los serafines, los poderosos arcángeles y sus arcangelinas, creados por Dios para amplificar sus tributos: su iluminadora sabiduría, su envolvente amor, su omnipotencia y fe, la eterna constancia de su ciencia omnisciente, su devoción a la existencia y a la realidad, su integridad purificadora y su omnipresente trascendencia: el poder de renovar todas las cosas.
Dios creó a los ángeles a partir de Su propia esencia, como seres que sostendrían Sus magníficos sentimientos a lo largo y ancho del universo. Su tarea fue infundir en los hombres y en los elementales aquellas cualidades que son necesarias para planificar y ejecutar la voluntad de Dios en la Tierra: fe, esperanza y caridad (amor), paz, comprensión y compasión, pureza, consuelo y curación, misericordia y perdón, y una apreciación tal de la vida eterna que uniera a los hombres y a los elementales en servicio a su Creador y en amor los unos por los otros.
Así, mientras que la parte que tocaba al hombre era convertirse en el Cristo y sostener en la Tierra el iluminador resplandor de la mente de Dios, los seres de los elementos construirían el templo donde honrar Su sabiduría, piedra sobre piedra de voluntad mesurada: el diseño del arquitecto. Y los seres de los ángeles, inspirados por el plan, se comprometieron a traer del lar del Padre brasas de inspiración todavía ardientes.
En esta trinidad de cooperación contemplamos la acción del Cristo Cósmico y la equilibrada manifestación de la llama trina cósmica de sabiduría, amor y poder. El hombre sostiene la antorcha de la sabiduría (la luz dorada) para que todos puedan seguir en el camino, los elementales llevan la carga de la luz en la Naturaleza, que es el rayo de la voluntad y el poder (azul), y los ángeles rondan siempre cerca para sostener el amor de Dios (rosa) a toda hora.
Desde el centrosoma del Ser —el Gran Sol Central, el Santo de los Santos que está a la vez en Dios, en manifestación universal (el Macrocosmos) y en el hombre (el microcosmos) como la llama que está en el altar de su corazón— los mensajeros angelicales llevan la magnitud del potencial divino hasta los rincones más alejados del Cosmos y la conciencia.
Vienen con las tonalidades de alegría y belleza y deleite del arco iris. Aureolas del alba, auguran el advenimiento del Cristo en todos los hombres. Su amor y su infalible orientación son un toque de rebato que integra al Ser superior y al inferior en unidad de propósito, plan y acción. Su amor es un bálsamo de amistad, un ungüento de curación y un óleo de celestial inspiración.
Su amor es un magneto divino que mantiene a las estrellas en su recorrido señalado, a los átomos de nuestro ser inclinados a hacer la voluntad celestial y a toda mónada en su lugar legítimo. Su amor es un tono sagrado, la música de las esferas, el Espíritu que anima a la Naturaleza y todas las cosas bellas. Es su amor lo que nutre las suaves influencias de las Pléyades, lo que refuerza las bandas de Orión, lo que adorna a Arcturus con sus hijos.
Como cocreador con Dios, al hombre se le dio también la autoridad para invocar la presencia y el servicio de las huestes angelicales, que prometieron responder a su llamado en tanto las peticiones del hombre concordaran con la voluntad del Padre. A los ángeles se les dio la oportunidad de recibir el don del libre albedrío solamente después de demostrar su habilidad para sostener los sentimientos puros de Dios durante siglos de lealtad al Creador y de devoción inquebrantable a Su creación: el hombre. El título de Arcángel se le dio a aquellos que se convirtieron en maestros de sus mundos “como Arriba, así abajo”, y el de Arcangelina a sus complementos femeninos.
En la jerarquía de ángeles que sirven a las evoluciones de este sistema solar hay siete que se han ganado el título de Arcángel. A éstas, junto con sus Arcangelinas y las legiones que están bajo su mando, se les ha dado la responsabilidad de sostener el foco de los siete rayos de Dios en el cuerpo de los sentimientos del hombre (véase el cuadro de Los ocho rayos, los seres que los personifican y los ocho chakras).
Para ganar esta función tuvieron que encarnar en forma humana, a través de los canales normales del nacimiento, y experimentar las mismas pruebas que los hijos e hijas de Dios. El arcángel Miguel comentó en una ocasión que durante la prueba más difícil de superar, su Getsemaní, que tuvo lugar en otro planeta hace miles de años, fue inspirado por Dios para alcanzar la victoria. Se le dio asistencia divina mediante los inspiradores compases del himno que hoy conocemos como Eternal Father, Strong to Save, el himno de las fuerzas navales de Estados Unidos.
Eternal Father, Strong to Save
A los elementales también se les dio la oportunidad de evolucionar en el orden de la jerarquia espiritual. Después de demostrar su habilidad para sostener patrones simples y después más complejos en la Naturaleza (primero una gota de lluvia, después una brizna de pasto, un nomeolvides, una rosa, después un macizo roble y finalmente una gigantesca secuoya) y, tras pasar muchas pruebas de resistencia, un elemental y su complemente femenino podrían convertirse en supervisores de un regimiento entero y depués incluso en directores de todos los elementales al servicio de un elemento —como Orómasis y Diana, que tienen a su cargo el elemento fuego y a todas las salamandras; Neptuno y Luara, que dirigen a las ondinas y a las poderosas aguas; Aries y Tor, que supervisan a los gráciles silfos y los impenetrables reinos del aire; o Virgo y Pelleur, madre y padre de la tierra y los nomos. De ahí el siguiente paso hacia adelante en el reino elemental es convertirse en el Elohim de uno de los siete rayos.
Así, cada una de las tres evoluciones tiene la oportunidad de avanzar dentro de su propia orden y no hay límite de realización para los que manifiestan la voluntad de Dios en cualquier campo de esfuerzo.
El plan de victoria para los hijos de Dios fue noblemente definido en la vida de Jesús y en la vida de muchos otros avatares que Dios ha enviado como ejemplo para señalar el camino de la libertad a las generaciones que han perdido su contacto no solamente con Dios sino también con las huestes celestiales y los elementales. La ascensión y la superación de cualquier condición constrictiva que debe antecederla son el derecho natural y el punto culminante de la vida de todo aquel que haya nacido de Dios.
Cuando un hijo o hija de Dios, por haber servido a la vida, 1) alcanza la maestría sobre las circunstancias externas, 2) equilibra el 51 por ciento de su karma y 3) cumple con la ley de su Ser —la misión divina, el plan único para su corriente de vida— puede retornar al trono de gracia, perfeccionado en el ritual de la ascensión. Una vez ascendido se le conocerá como un Maestro Ascendido. Aquí verdaderamente empieza la Vida y se ordena al hombre sacerdote del fuego sagrado en servicio eterno a Dios, siempre en desarrollo.
La Vida entera (esto es, todo lo que es de Dios) está en el proceso de ascender cuando sigue el proceso divinamente natural de la evolución espiritual. Así pues, es a través de la asensión como los ángeles, los elementales y los hombres encuentran su camino de regreso al corazón de Dios y a la Vida eterna que alguna vez conocieron, antes aún de que las estrellas matinales cantaran al unísono.
En Elizabeth Clare Prophet, Vials of the seven last plagues, Summit University Press, 1976, s/p.
Léase también, en la Sala de Lectura, “La Gran Hermandad Blanca pasa la antorcha”.
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